El fenómeno que observamos hoy en día en ciertas congregaciones locales, donde se promueve un “evangelio” de la prosperidad, es una distorsión alarmante del mensaje central del cristianismo.
Ese enfoque mercantilista transforma la fe en un intercambio de bienes, donde la oferta y la demanda de bendiciones materiales y beneficios temporales predominan.
Los mercaderes de la fe, actuando como intermediarios en este mercado espiritual, presentan un “evangelio” adulterado, uno que promete riquezas y éxito como señales de favor divino, al mejor postor.
Es curioso observar cómo anuncian esta verdad como si en sus propias congregaciones no propagaran ese evangelio tergiversado; así de extensa es la hipocresía de estos lobos que predican a cabritos.
Esta perspectiva tergiversa el verdadero llamado del Evangelio, que es una invitación a seguir a Cristo a través de la humildad, el sacrificio y el servicio, no a través de la acumulación de bienes terrenales.
La Biblia nos advierte sobre los peligros de idolatrar la riqueza y nos enseña que nuestra verdadera recompensa se encuentra en el reino de los cielos, no en las riquezas de este mundo.
Jesucristo nos llama a tomar nuestra cruz y seguirlo, enfatizando la renuncia personal, la entrega y el amor al prójimo por encima de la búsqueda de beneficios personales.
Las verdaderas bendiciones son aquellas que enriquecen el alma, fortalecen nuestra fe y nos acercan más a Dios y a nuestros hermanos y hermanas en Cristo.
Es crucial para la comunidad cristiana discernir y rechazar estas falsas enseñanzas, volviendo al núcleo del mensaje evangélico que centra en el amor, el sacrificio y la esperanza eterna.
De esta manera, podremos construir comunidades de fe auténticas, donde la verdadera prosperidad se mide por la riqueza espiritual y el compromiso con el bienestar de los demás, siguiendo el ejemplo de Cristo.
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