Afirmamos la Filiación Eterna del Hijo

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A la luz de la enseñanza apostólica, especialmente en Romanos 1:3-4, comprendemos que Jesucristo no fue meramente “declarado” el poderoso Hijo de Dios como si antes no lo hubiera sido. Más bien, su resurrección y exaltación mostraron de manera plena, ante la historia redentora, la realidad eterna de su filiación divina. 

Desde toda la eternidad, el Hijo ha sido Dios; su entrada en la historia a través de la encarnación no disminuyó ni interrumpió su divinidad. Sin embargo, en el estado de humillación terrena, su gloria divina estuvo velada bajo la naturaleza humana. Su posición era real, pero no siempre reconocida por la humanidad en su justa dimensión.

Al contemplar este misterio desde la óptica de la gracia soberana, reconocemos que el Hijo eterno asumió carne sin perder su deidad y vivió una vida perfecta bajo la Ley de Dios, cumpliéndola cabalmente. 

Su muerte y resurrección no lo convirtieron en Hijo de Dios, sino que vindicaron su identidad divina ante el mundo creado y el orden espiritual. Dicho de otra manera, no fue “hecho” Hijo de Dios al resucitar, sino que su resurrección declaró, con poder y ante todos, que Aquel que colgó en la cruz es verdaderamente el Señor del cosmos.

Esta declaración tiene un propósito: mostrarnos que la humillación de Cristo no niega su plena deidad, sino que su exaltación pone de manifiesto la autoridad con la que ha de reinar sobre toda la creación. 

Así, al ser levantado de entre los muertos por el poder del Espíritu Santo, su identidad como Hijo de Dios, siempre verdadera, es públicamente afirmada, de modo que ahora comprendemos que el Hijo eterno que se hizo carne y murió es el mismo que reina glorificado y tiene en sus manos toda potestad. 

Por lo tanto, la resurrección no produce un cambio ontológico en el Hijo —no lo “convierte” en Dios—sino que nos permite ver con claridad lo que siempre ha sido: el poderoso Hijo de Dios, co-igual al Padre, digno de toda nuestra fe, obediencia y adoración.

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En resumen, comprendemos que Jesucristo no se convirtió en Hijo de Dios al resucitar, sino que, siendo eternamente el Hijo divino, su levantamiento de entre los muertos confirmó con autoridad ante toda la creación la plena verdad de su identidad. 

Su gloria, previamente velada durante la encarnación, fue así proclamada con poder, de modo que ahora sabemos con certeza que el mismo Hijo eterno, que vivió bajo la Ley y murió en la cruz, reina con toda autoridad como Señor del universo, reafirmando nuestra confianza en su señorío absoluto y en la eficacia de su obra redentora.

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