El 10 de noviembre de 1952, el escritor y apologista cristiano C. S. Lewis escribió en una carta una afirmación profunda sobre la unidad dentro del cristianismo, especialmente en un momento histórico de profunda división entre diversas denominaciones y corrientes dentro de la fe cristiana.
Lewis, quien había abrazado el cristianismo después de una larga etapa de escepticismo, había llegado a ser un defensor de la fe y un pensador influyente cuyas obras se dirigían no solo a cristianos de una denominación específica, sino a todos los creyentes en Cristo. En su carta, Lewis expresó: “Creo que, en el presente estado dividido de la cristiandad, aquellos que están en el corazón de cada división están todos más cerca unos de otros que aquellos que están en los márgenes”.
Para comprender la profundidad de esta declaración, es útil considerar el contexto en el cual Lewis escribió estas palabras. A mediados del siglo XX, la cristiandad estaba marcada por numerosas divisiones doctrinales y culturales. La separación entre católicos, protestantes y ortodoxos, así como las diferentes corrientes dentro del protestantismo —como los anglicanos, los presbiterianos, los bautistas, los metodistas y otras denominaciones— reflejaban una fragmentación que parecía insalvable en muchos aspectos.
Además, las guerras mundiales y los conflictos políticos habían puesto en relieve no solo las diferencias entre los cristianos de distintas tradiciones, sino también las luchas internas sobre cómo debía vivirse la fe en un mundo moderno y cambiante.
Lewis, sin embargo, veía más allá de estas divisiones exteriores. Al afirmar que aquellos que están en el “corazón” de cada división están más cerca unos de otros, Lewis sugirió que los cristianos comprometidos con las verdades fundamentales de su fe comparten una unidad más profunda que las diferencias visibles entre denominaciones. Para él, aquellos que estaban en el “corazón” de su tradición religiosa eran quienes habían abrazado el núcleo del Evangelio y vivían una vida centrada en Cristo y en la enseñanza de las Escrituras.
Estos creyentes, sin importar su denominación específica, compartían valores esenciales: la fe en la muerte y resurrección de Jesucristo, la vida de santidad, el amor por Dios y por el prójimo, y el deseo de vivir según los principios del Evangelio.
Por otro lado, Lewis sugirió que aquellos en los “márgenes” de cada tradición cristiana —es decir, aquellos menos comprometidos o quienes trataban de adaptar el cristianismo a las tendencias y opiniones del mundo— estaban, de hecho, más lejos de esta unidad espiritual central. En otras palabras, las diferencias entre un cristiano católico profundamente comprometido con Cristo y un cristiano protestante igualmente comprometido pueden ser menores que las diferencias entre un cristiano protestante nominal y uno comprometido con su fe.
Para Lewis, la verdadera división no radicaba tanto en las etiquetas denominacionales, sino en el grado de cercanía de cada persona a las enseñanzas de Cristo y a la vida de discipulado.
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Este planteamiento tiene varias implicaciones importantes. Primero, desafía a los cristianos a mirar más allá de las divisiones externas y a buscar la unidad en los elementos fundamentales de la fe. Lewis no niega que existan diferencias doctrinales importantes y que algunas de ellas son dignas de discusión y de diálogo teológico serio. Sin embargo, también propone que estas diferencias no deben ser un obstáculo para el reconocimiento mutuo de una fe común y un compromiso compartido con el mensaje de Cristo.
En segundo lugar, la declaración de Lewis sugiere que la verdadera comunidad cristiana y la verdadera identidad cristiana no se encuentran en los símbolos externos, sino en una relación profunda con Dios y una vida transformada por el Evangelio.
Los cristianos que viven esta realidad están, en última instancia, más cerca unos de otros que aquellos que permanecen en la periferia de su fe, sin experimentar una verdadera comunión con Cristo.
Finalmente, esta visión también invita a la humildad y al respeto entre las distintas tradiciones cristianas. Para Lewis, las diferencias doctrinales y litúrgicas no debían convertirse en barreras infranqueables, sino en razones para un diálogo basado en la caridad y en el reconocimiento de que, en el núcleo de cada tradición cristiana, hay personas que comparten un amor sincero por Cristo y una fidelidad al Evangelio.
Lewis vivió esta idea en su propia vida y obra. Sus libros de apologética, como Mero Cristianismo, Los cuatro amores, y Cartas del diablo a su sobrino, buscaban presentar el cristianismo en su esencia, sin adentrarse en disputas doctrinales que separaran a los cristianos. En Mero Cristianismo, por ejemplo, se esfuerza por hablar de aquellos aspectos de la fe en los que todos los cristianos pueden estar de acuerdo, evitando asuntos que pudieran dividir a sus lectores.
Con esto, Lewis promovía una visión de la fe centrada en lo que él consideraba la “habitación central” del cristianismo, donde cristianos de diversas tradiciones podían encontrarse y unirse en su amor común por Jesucristo.
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La reflexión de Lewis del 10 de noviembre de 1952, por lo tanto, no es solo una observación sobre la realidad de su época, sino un llamado a todos los cristianos, en cualquier tiempo, a buscar lo que nos une en lugar de enfocarnos exclusivamente en lo que nos separa.
Nos recuerda que la verdadera comunión cristiana no es una uniformidad superficial, sino una unidad profunda en Cristo, que trasciende nuestras diferencias visibles y que se manifiesta en el amor y la fe genuinos que comparten aquellos que viven en el “corazón” de su fe.
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