El Decálogo de la Lógica

El Decálogo de la Lógica es una herramienta valiosa para quienes desean fundamentar sus discusiones sobre una base racional, evitando el engaño y la confusión que producen las falacias. 

Su propósito es orientar el diálogo hacia la honestidad intelectual, la claridad argumentativa y la búsqueda sincera de la verdad. 

Al seguir estos principios, no se confunde la fortaleza de un razonamiento con la descalificación del interlocutor, ni se busca sostener una afirmación a partir de conjeturas infundadas o de la mera popularidad de una idea.

En primer lugar, es fundamental no desviar la atención hacia quien presenta el argumento, sino analizar el argumento mismo. Esta prevención evita el Ad hominem, que consiste en atacar la persona en vez de evaluar sus razones. 

Del mismo modo, no se debe construir una versión débil y exagerada del planteamiento contrario, práctica conocida como Hombre de paja, que se basa en deformar o ridiculizar la postura opuesta para refutar una imagen tergiversada en vez de la idea real. 

Otro error es tomar un caso aislado y usarlo para definir un todo, lo que se llama Generalización apresurada o Secundum quid; es importante contar con datos suficientes antes de concluir algo sobre el conjunto.

Tampoco se debe asumir la conclusión desde el inicio, práctica conocida como Petitio principii, que consiste en dar por sentado lo que debería demostrarse. 

De igual manera, no se debe suponer que un evento es causado por otro solo porque ocurrió previamente; tal error es el Post hoc ergo propter hoc, que confunde secuencia temporal con causalidad. 

Por otro lado, es incorrecto reducir la discusión a un falso dilema, eliminando opciones legítimas y presentando solo dos alternativas extremas. Si no se han proporcionado pruebas de una afirmación, no se puede afirmar su veracidad o falsedad por el mero hecho de que nadie la haya refutado; ese es el Ad ignorantiam, que proclama la verdad o falsedad basándose en la falta de evidencia contraria.

Es esencial recordar que quien plantea una afirmación es responsable de sustentarla con razones y evidencias, y no el oyente, evitando así trasladar la carga de la prueba a quien cuestiona y cayendo en el Onus probandi.

Además, la conclusión debe derivarse con coherencia de las premisas, evitando el Non sequitur, en el que la conclusión carece de conexión lógica con lo planteado. 

Finalmente, la popularidad de una idea no es un criterio suficiente para su validez, razón por la cual el Argumento ad populum es una falacia; el hecho de que muchos acepten algo no significa que sea cierto.

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Aplicar estos principios permite mantener discusiones más sinceras, comprender mejor las posturas ajenas y presentar las propias con integridad. 

Su objetivo no es silenciar o derrotar al interlocutor, sino elevar la calidad del intercambio, focalizando el debate en la solidez de las razones y no en la mera persuasión emocional o en la manipulación. 

De esta manera, la conversación se convierte en un espacio constructivo, donde los participantes aprenden, cooperan y avanzan hacia una comprensión más clara y honesta de las cuestiones planteadas.

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