La idea de que el libre albedrío permite a cualquier persona creer en Jesús y ser salva puede generar confusión, especialmente si se entiende que el ser humano, por sus propios medios, tiene la capacidad de tener fe en Dios y cumplir con lo que la Palabra de Dios demanda.
Bajo esa perspectiva, se asume que el hombre posee de manera natural la fe suficiente para creer en el Dios bíblico, seguir sus mandamientos y, por ende, alcanzar la salvación. Sin embargo, este concepto entra en conflicto con la enseñanza bíblica, que establece que la fe no es una capacidad inherente del ser humano, sino un don de Dios, algo que Él concede soberanamente.
El hombre, caído en su naturaleza, no puede por sí mismo producir la fe necesaria para la salvación; esta es dada por gracia, no por decisión o mérito humano.
Ahora bien, una vez que se proclama que una persona ha sido salva, el problema surge cuando, con el paso del tiempo, el hombre comienza a formar una imagen de Dios a su propia conveniencia.
Aunque inicialmente se presenta como alguien que ha creído en el Dios bíblico, con el tiempo, algunos comienzan a seleccionar qué partes de la Palabra de Dios desean obedecer, descartando aquellas que no se alinean con sus deseos o estilo de vida.
En ese proceso, el individuo crea un «dios» personal, uno que tolera el pecado, que no exige una santidad radical, y que permite una vida de indulgencia bajo el pretexto de la gracia. Este dios, que se forma a partir de la mente y las preferencias humanas, no es el Dios santo de la Biblia, sino un ídolo fabricado según la medida de la persona.
Este fenómeno plantea una paradoja: ¿Cómo es posible que aquel que, supuestamente por libre albedrío, ha creído en el Dios bíblico y ha sido salvo, luego moldee ese mismo Dios en una versión complaciente y tolerante al pecado?
Si el hombre tiene el poder de creer en el Dios verdadero por su propia voluntad, ¿por qué no tiene luego la capacidad de mantenerse fiel a ese mismo Dios en santidad y obediencia?
Aquí se revela la limitación de la noción de libre albedrío en términos de la salvación y la santificación. La Escritura enseña que, así como la fe para creer es un don de Dios, también lo es la capacidad de vivir una vida de santidad.
La obra de Dios no termina en la salvación, sino que continúa en el proceso de santificación, donde Él transforma al creyente a la imagen de Cristo.
Si el hombre dependiera solo de su libre albedrío, no solo para ser salvo, sino también para vivir en obediencia, caería una y otra vez en la trampa de crear un «dios» a su medida, uno que no exija una vida apartada para Dios.
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En conclusión, la enseñanza bíblica deja claro que la salvación y la santificación son ambas obras soberanas de Dios. No es el libre albedrío del hombre lo que lo lleva a creer, sino la gracia de Dios que concede fe y transforma el corazón.
De igual manera, el proceso de santificación no depende de la voluntad humana, sino del poder de Dios que obra en el creyente para hacerle conformarse más y más a la santidad de Cristo.
Solo el verdadero Dios bíblico, que tiene el poder para salvar, tiene también el poder para santificar, y cualquier intento de moldear a Dios según nuestras preferencias no es más que idolatría, no el cristianismo genuino.
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