El Pecado de la Incredulidad

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En la esperanza de la vida eterna, la cual Dios, que no miente, prometió desde antes del principio de los siglos.” Tito‬ ‭1‬:‭2‬ (‭RVR1960‬‬)

La incredulidad no es simplemente una carencia inocua de conocimiento o una duda pasajera; es un pecado que afecta lo más profundo de nuestra relación con Dios. Cuando hablamos de incredulidad, nos referimos a la falta de confianza y asentimiento del corazón a las verdades que el Señor ha revelado en su Palabra. 

Como seres humanos caídos, por naturaleza tendemos a resistir y rechazar lo que Dios declara, y esta actitud implica mucho más que una incapacidad intelectual: es una rebelión moral contra la autoridad divina.

En la Escritura, Dios es presentado como la fuente última de toda verdad, y en Tito 1:2 leemos que «Dios, que no puede mentir», resalta la imposibilidad de que Él falsee la realidad o contradiga su propio carácter. La veracidad divina es parte de su naturaleza inmutable y perfecta, tal como lo afirman también en Hebreos 6:18, donde se dice que es «imposible que Dios mienta».

Esta verdad tiene profundas implicancias porque la incredulidad, al rechazar o dudar de la revelación divina, coloca una barrera frente al atributo fundamental de Dios: su absoluta honestidad y veracidad. 

La incredulidad no solo es un error cognitivo, sino una resistencia activa a la verdad que Dios proclama, impidiendo que el individuo reciba con genuino asentimiento lo que es irrefutablemente cierto, y así, cuestiona, de alguna manera, la naturaleza misma de Dios como ser absolutamente fiel y verdadero.

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En la perspectiva de la gracia soberana, entendemos que Dios exige fe, no como un simple requisito arbitrario, sino porque la fe es la respuesta adecuada a su infinita veracidad y santidad. Él es el Creador, la fuente de todo bien, y todo lo que proclama es digno de nuestra total confianza. 

La incredulidad, por el contrario, levanta un muro en el corazón y rechaza la luz de la verdad. Esto no es solo error, es una afrenta moral al rechazar la Palabra inerrante del Dios vivo, que no puede mentir. Por tanto, la incredulidad menosprecia el carácter perfecto del Creador y su soberano señorío, negando el honor y la obediencia que Él merece por derecho.

Esta ofensa se ve con particular claridad en la incredulidad respecto al Evangelio. Nuestro Señor Jesucristo es presentado como el Hijo eterno de Dios, enviado para redimirnos, y el mensaje del Evangelio es “Buena Nueva” precisamente porque revela el camino de salvación para aquellos que no pueden salvarse a sí mismos. 

No creer en este mensaje no es una simple omisión, es rechazar al mismo Cristo, despreciar su obra, y negar el testimonio del Espíritu Santo que nos trae la palabra de la gracia. Así, la incredulidad conlleva culpabilidad, pues es una decisión moral de no asentir a la verdad divina.

La Escritura confirma este carácter pecaminoso de la incredulidad: el pueblo de Israel en el desierto fue juzgado por su falta de fe, no solo por desconocer un hecho histórico, sino por desconfiar del Dios que les había rescatado y sustentado milagrosamente. 

Además, nuestro Señor declara que quien no cree ya está condenado, pues rechaza la única fuente de vida y perdón. La gravedad de la incredulidad radica en que, sin fe, no podemos agradar a Dios, ya que toda verdadera obediencia brota de la confianza plena en su Palabra.

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Por consiguiente, la incredulidad es un pecado porque niega a Dios el honor de ser creído, cuestiona su fidelidad y rechaza su revelación salvífica en Cristo. 

Nosotros reconocemos, bajo la luz de la soberana gracia, que toda fe verdadera es un don divino y que el remedio para la incredulidad es la acción poderosa del Espíritu Santo, quien nos cambia el corazón, ilumina nuestro entendimiento y nos capacita para abrazar, con fe viva y obediente, la verdad de Dios que antes ignorábamos y rechazábamos. 

De ese modo, vemos que la incredulidad se opone frontalmente a la esencia del evangelio y a la respuesta que Dios demanda, haciendo patente que no es un error neutral, sino un grave pecado ante su santa presencia.

Reconocemos que Dios no puede mentir, tal como afirman pasajes como Tito 1:2 y Hebreos 6:18, puesto que su misma esencia es la verdad y en Él no habita engaño alguno; su carácter inmutable y perfecto se refleja en cada una de sus promesas, mostrándonos que Su palabra es veraz, firme y digna de plena confianza. 

Al comprender esto, entendemos que la incredulidad no es un mero error neutral, sino una resistencia directa contra el atributo divino de la verdad, como si intentáramos frenar la certeza infalible que procede del Ser que no puede faltar a sus propias declaraciones.

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