George Sayles Bishop; fallecimiento

El 12 de marzo de 1914 (Historia Contemporánea), en la apacible localidad de East Orange, Nueva Jersey, la vida terrenal de George Sayles Bishop llegó a su fin. No fue un acontecimiento ruidoso ni registrado en las grandes crónicas del mundo secular, pero en el ámbito del Reino de Dios fue un momento solemne, cargado de significado eterno. 

Con su partida, no solo terminaba la biografía de un hombre, sino que se cerraba un capítulo de fidelidad teológica y valentía pastoral en medio de una era cada vez más marcada por el abandono de las verdades fundamentales del cristianismo histórico.

Aquel día, Bishop exhaló su último aliento rodeado, quizás, de los ecos de las muchas verdades que había predicado durante décadas: la soberanía absoluta de Dios, la suficiencia de la Escritura, la depravación total del hombre, la eficacia de la gracia divina, la redención particular de Cristo, y la perseverancia de los santos. 

Estas no eran para él meras formulaciones teóricas, sino realidades vividas, profundas convicciones que habían moldeado su carácter, su predicación y su servicio al pueblo de Dios. 

En tiempos en los que muchos teólogos comenzaban a ceder ante el racionalismo, la crítica bíblica liberal y las filosofías humanistas, Bishop permaneció firme, anclado en la roca inamovible de la Palabra revelada.

El 12 de marzo amaneció, como tantos otros días, envuelto en la rutina de una ciudad tranquila. Pero en los cielos, era un día señalado por la providencia. Aquel anciano pastor, ya avanzado en años, se disponía sin saberlo a cruzar el umbral hacia la gloria eterna. 

Mientras los hombres dormían o trabajaban, mientras el mundo giraba indiferente, una vida estaba siendo recogida por el Señor, como se recoge el grano maduro al final de la cosecha. 

George Sayles Bishop había combatido sin temor las herejías de su tiempo, había edificado con celo el cuerpo de Cristo, y había proclamado, sin diluir ni negociar, el evangelio que exalta la gracia soberana de Dios. 

El cielo se abrió para recibirlo, no como a un desconocido, sino como a un siervo reconocido por su Maestro.

No fue una muerte solitaria ni un final insignificante. Fue una coronación discreta pero gloriosa. Su partida fue sentida por aquellos que compartían su amor por la teología reformada, por los que habían sido pastoreados bajo su enseñanza, por los que habían encontrado en sus escritos un faro en medio de las tormentas doctrinales del siglo. 

Pastores, estudiantes, creyentes sencillos… muchos guardaron silencio ese día, meditando en la partida de un hombre cuya vida les había señalado incansablemente a Cristo y a su cruz. East Orange, aquel rincón tranquilo de Nueva Jersey, se convirtió en tierra santa al recibir el cuerpo de un predicador que caminó con Dios hasta el final.

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Y así, aquel 12 de marzo de 1914, George Sayles Bishop no fue vencido por la muerte, sino que atravesó la puerta del descanso eterno. 

Su cuerpo se rindió, pero su alma fue elevada al encuentro de Aquel a quien sirvió con lealtad. Dejó atrás los púlpitos, los manuscritos, los combates y las lágrimas; y fue recibido en la asamblea de los redimidos, entre quienes han perseverado hasta el fin. 

La historia lo recordará como un pastor-teólogo de convicciones firmes, pero el cielo lo conoce como un siervo bueno y fiel. Ese día, en el calendario divino, no fue un día más: fue el día en que uno de los testigos de la gracia soberana entró en la plenitud de la gloria prometida.

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