Huyendo de la Corrupción; 2ª Pedro 1:4

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Por medio de las cuales nos ha dado preciosas y grandísimas promesas, para que por ellas llegaseis a ser participantes de la naturaleza divina, habiendo huido de la corrupción que hay en el mundo a causa de la concupiscencia.” 2ª Pedro 1:4 (RVR1960)

Este versículo resalta que, como administradores de los bienes que el Señor nos ha confiado, debemos comprender que las promesas de Dios son el fundamento para participar de su naturaleza divina. 

Este llamado a alejarnos de la corrupción causada por los deseos egoístas incluye nuestra responsabilidad de manejar las finanzas conforme a la voluntad de Dios. 

Al entender esta verdad, nuestras acciones económicas reflejarán obediencia y santidad, como parte de nuestro servicio a Jesucristo.

En el idioma original griego, la palabra clave “promesas” (ἐπαγγέλματα, epangelmata) denota no solo declaraciones divinas, sino garantías firmes otorgadas por Dios, quien es la fuente de todas las riquezas. 

Como mayordomos de Cristo Jesús, debemos administrar estas garantías con fe y gratitud, reconociendo que el dinero y los bienes que manejamos no nos pertenecen, sino que son una parte temporal de nuestra asignación divina. 

La corrupción (φθορά, phthora), a su vez, implica decadencia moral y espiritual, la cual surge cuando permitimos que el pecado gobierne nuestras decisiones económicas, buscando satisfacer la concupiscencia (ἐπιθυμία, epithymia), que son los deseos, en este caso desordenados, contrarios a la voluntad de Dios.

El principio relevante es que nuestro enfoque en las finanzas debe someterse a las promesas de Dios, priorizando su reino y su justicia por encima de las ganancias materiales. 

Este principio encuentra apoyo en Mateo 6:33: “Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas.” Como ministros de las bendiciones de Dios, debemos recordar que nuestras decisiones deben reflejar la fidelidad al Señor, no una dependencia de lo material.

Un ejemplo práctico de este principio es elegir invertir una parte de los recursos que Dios nos ha encomendado en apoyar misiones o ministerios cristianos en lugar de gastarlos en deseos temporales. Por ejemplo, un creyente podría establecer un presupuesto donde una porción de sus ingresos se destine consistentemente al avance del evangelio, mostrando así que la prioridad en su vida es el reino de Dios y no la acumulación de riquezas personales.

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En resumen, las finanzas deben manejarse en obediencia a las promesas de Dios, recordando siempre que Él es el dueño de todas las cosas y que nosotros somos sus siervos, encargados de administrar sabiamente lo que nos ha confiado. 

Este enfoque nos permitirá huir de la corrupción del mundo y vivir en santidad, glorificando a Jesucristo con cada decisión económica.

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