El 7 de diciembre del año 430 (Historia Antigua), marca uno de esos hitos que, a pesar de la distancia temporal, sigue teniendo repercusiones profundas en la comprensión que nosotros, desde una perspectiva reformada, tenemos acerca de la persona y la obra de Cristo. En esta fecha, Cirilo de Alejandría condenó formalmente las enseñanzas del monje antioqueno Nestorio, quien afirmaba que en Cristo coexistían dos personas distintas —una divina y otra humana— en lugar de una sola persona con dos naturalezas.
Esta herejía representaba no solo una amenaza a la ortodoxia cristiana, sino que comprometía la realidad de la encarnación, la unidad de la persona del Hijo eterno de Dios hecho hombre, y en última instancia el fundamento mismo de la salvación.
Nosotros reconocemos la importancia doctrinal del conflicto cristológico de aquel momento. La controversia que rodeaba a Nestorio había comenzado cuando éste, intentando proteger la trascendencia divina, terminó presentando una visión de Cristo como si se tratase de una especie de unión externa entre el Verbo y el hombre Jesús.
De esa manera, Nestorio separaba la unidad del ser del Salvador, haciendo difícil afirmar con coherencia que el Hijo eterno de Dios había en verdad tomado sobre sí la humanidad plena sin dividir Su persona. Si Cristo no era verdaderamente uno, ¿cómo podríamos afirmar que Dios mismo sufrió por nosotros, o que la humanidad estaba realmente unida a la divinidad en la persona del Hijo encarnado?
Si la divinidad y la humanidad fuesen dos sujetos personales distintos, el acto redentor quedaría fracturado, pues la obediencia, el sufrimiento, la muerte y la resurrección no se atribuirían al único y verdadero Dios-hombre, sino a una figura humana conectada de modo externo con la divinidad.
Cirilo de Alejandría, siendo una figura central en la teología de su tiempo, levantó la voz con firmeza ante lo que consideraba un grave error. Desde nuestro entendimiento, en el que abrazamos la doctrina bíblica tal y como la expresaron los grandes Concilios Ecuménicos y posteriormente la tradición reformada, no podemos sino reconocer la sabiduría providencial de Dios al permitir que Su Iglesia temprana luchase con tales cuestiones.
En su respuesta a Nestorio, Cirilo se esforzó por afirmar con claridad que en Cristo las dos naturalezas—una plenamente divina y otra plenamente humana—estaban unidas hipostáticamente en una sola persona. No eran dos personas actuando en concierto, sino un solo Señor Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, una sola persona con dos naturalezas sin mezcla, sin confusión, sin división, y sin separación.
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La condena del 7 de diciembre de 430 no fue un suceso aislado. Preparó el camino para el Tercer Concilio Ecuménico, el Concilio de Éfeso en 431, donde la Iglesia reafirmó contundentemente la ortodoxia en contra de la herejía nestoriana. Esta decisión conciliar no busca exaltar la figura de un hombre por encima de otro, sino salvaguardar el misterio de la fe cristiana: el Verbo eterno de Dios se hizo hombre, compartió plenamente nuestra humanidad, y en una sola persona realizó la obra redentora que asegura la salvación de Su pueblo.
Si Cristo no es un solo sujeto divino-humano, la eficacia de la expiación se viene abajo, pues no es Dios mismo quien se entrega por nuestras culpas, ni un representante humano perfecto que se identifique plenamente con nuestras debilidades, sino simplemente dos entes unidos de modo externo, lo cual destruye la hermosa armonía del evangelio.
Desde nuestra perspectiva reformada, mantenemos la convicción absoluta de la soberanía de Dios en la preservación de la sana doctrina a lo largo de la historia. El Señor no dejó a Su Iglesia sumida en la confusión cristológica. Por el contrario, usando la predicación de la Palabra, la guía del Espíritu Santo y las reflexiones de hombres como Cirilo de Alejandría, Dios protegió la pureza del testimonio apostólico.
La afirmación de que Cristo es una sola persona con dos naturalezas ha sido un pilar esencial en la teología ortodoxa, y sirvió de base firme para el desarrollo posterior de la cristología, incluyendo la formulación del Concilio de Calcedonia en 451. Esa confesión clara de la persona de Cristo, que es el corazón de la teología cristiana, fue sostenida tanto por los Padres de la Iglesia en sus controversias, como más tarde por la tradición reformada que nosotros heredamos, la cual reconoce la vital importancia de confesar a un solo Mediador, verdadero Dios y verdadero hombre, en perfecta unidad personal.
A la luz de estas realidades, el evento del 7 de diciembre de 430 nos recuerda que la defensa de la verdad no es un simple ejercicio intelectual, sino un servicio reverente que la Iglesia presta a su Señor, velando por la pureza del evangelio que salva. La condena de Nestorio afirma, por contraste, el evangelio bíblico: el Dios encarnado, Jesús de Nazaret, era y es uno solo.
El Hijo eterno no descansó sobre un hombre como si fuese un templo; Él mismo se vistió de carne y se habitó entre nosotros, viviendo, muriendo y resucitando para redimirnos. Esa perfecta unidad en la persona de Cristo garantiza que la salvación proviene verdaderamente de Dios, y que en Él tenemos un Mediador que comprende, redime, intercede y preserva a Su pueblo, conforme al eterno propósito de la gracia soberana.
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Así, la condena de Cirilo a Nestorio el 7 de diciembre del 430 no es apenas una anécdota remota, sino uno de esos cimientos que Dios colocó en la historia para preservar el mensaje del evangelio.
Nosotros, al contemplar esta victoria doctrinal, somos llamados a agradecer al Señor por Su providencia, por la claridad con la cual nos ha permitido llegar a conocer al único Salvador, verdadero Dios y verdadero hombre, sin división ni mezcla, pero en una sola persona.
Desde aquella contienda cristológica y las subsiguientes confirmaciones conciliares, la Iglesia continúa proclamando a Cristo glorificado, la Roca inconmovible sobre la cual descansan nuestra fe, nuestra esperanza y nuestra salvación.
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