#sabíasqué En cristianismo, la Biblia se conoce por diferentes nombres, cada uno reflejando un aspecto particular de su naturaleza y propósito.
Por ejemplo, se le llama “La Ley de Jehová” para subrayar su contenido de instrucciones y mandatos divinos.
También es conocida como “Las Santas Escrituras”, un título que destaca su santidad y autoridad como Palabra inspirada por Dios.
Asimismo, se utiliza la expresión “La Palabra del Señor” para resaltar su carácter divino y personal, aludiendo a que es Dios mismo quien habla a través de sus páginas.
Estas denominaciones no son meras etiquetas; cada una tiene un peso teológico que apunta a una faceta de la revelación divina.
Cuando los creyentes se refieren a la Biblia como “La Ley de Jehová”, no solo recuerdan los mandamientos, sino también el pacto de Dios con su pueblo.
Al llamarla “Las Santas Escrituras”, se reconoce que este libro no es como cualquier otro, sino que está apartado y consagrado para guiar en la fe y la práctica.
Y al hablar de “La Palabra del Señor”, se afirma que lo que está escrito no es solo sabiduría humana, sino el mensaje vivo y eterno del Creador.
Otros nombres como “La Palabra de Dios”, “El Libro Sagrado” o “El Consejo de Dios” también son comunes, y todos convergen en un punto esencial: la Biblia es la fuente inspirada de doctrina, ética y fe para millones de personas de fe.
Su mensaje no cambia con el tiempo; continúa siendo el fundamento sobre el cual los cristianos construimos la comprensión de la verdad, la justicia y la relación con Dios.
Todas estas expresiones sirven como recordatorios de la centralidad de las Escrituras en la vida de la Iglesia y de cada creyente individual.
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