El 23 de febrero de 1758 (Historia Moderna), el reconocido predicador puritano Jonathan Edwards recibió una inoculación contra la viruela en Princeton, Nueva Jersey. Edwards, nacido el 5 de octubre de 1703en Connecticut, fue una de las figuras más influyentes del Gran Despertar, un movimiento de avivamiento religioso que transformó el cristianismo en las colonias americanas.
Su famoso sermón “Pecadores en manos de un Dios airado” (1741) se convirtió en una de las piezas más emblemáticas del fervor evangélico de su tiempo, enfatizando la soberanía de Dios y la necesidad del arrepentimiento.
A finales de su vida, Jonathan Edwards fue nombrado presidente del College of New Jersey, institución que más tarde se convertiría en la Universidad de Princeton.
Fue en esta ciudad donde, buscando protegerse de la mortal enfermedad de la viruela, decidió recibir la inoculación, un procedimiento rudimentario en el siglo XVIII que implicaba exponer al paciente a una versión atenuada del virus con la esperanza de generar inmunidad.
Lamentablemente, Edwards contrajo la enfermedad a raíz de la inoculación y falleció el 22 de marzo de 1758, a los 54 años de edad.
La tragedia no solo afectó a Edwards, sino también a su familia. Su hija Esther Edwards, quien también fue inoculada, murió poco después de su padre. Esther era la esposa de Aaron Burr Sr., uno de los primeros rectores del College of New Jersey y madre de Aaron Burr Jr., quien más tarde se convertiría en vicepresidente de los Estados Unidos.
A lo largo de su vida, Jonathan Edwards dejó un profundo legado teológico. Su obra “La libertad de la voluntad” (1754) sigue siendo una referencia clave en la teología reformada, defendiendo la doctrina de la soberanía de Dios en la salvación y la compatibilidad entre la responsabilidad humana y la predestinación divina.
Sus escritos y sermones han influenciado generaciones de teólogos, pastores y creyentes dentro de la tradición reformada y más allá.
Su muerte, aunque prematura, no disminuyó el impacto de su ministerio.
La profundidad de su pensamiento, su celo evangelístico y su firme adhesión a la soberanía de Dios lo convierten en una de las figuras más importantes del cristianismo protestante.
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