“Y he aquí que batí mis manos a causa de tu avaricia que cometiste, y a causa de la sangre que derramaste en medio de ti.” Ezequiel 22:13 (RVR1960)
En este versículo, Dios expresa Su indignación ante el pecado de la avaricia y la injusticia que dominaba al pueblo de Israel.
La frase “batí mis manos” es una imagen que describe la ira y el disgusto divino por el comportamiento injusto de aquellos que, cegados por el deseo de acumular riquezas, cometieron actos de violencia y derramamiento de sangre.
Este pasaje nos habla claramente sobre la gravedad de la avaricia y sus consecuencias, no solo en lo material, sino en la justicia y la moralidad.
El juicio de Dios es un recordatorio para nosotros, Sus siervos, de que la mayordomía que Él nos encomienda debe estar marcada por la justicia y la honestidad en el uso de las riquezas que nos confía.
Al analizar las palabras clave del versículo, comenzamos con «batí» (סָפַק, sāfaq), que en hebreo significa golpear o aplaudir en señal de frustración o disgusto. Esta acción refleja la reacción intensa de Dios frente a la avaricia, mostrando que las riquezas mal obtenidas o usadas de manera injusta no solo ofenden a otros, sino que también ofenden a Dios.
Como administradores de los bienes que nuestro Señor Jesucristo nos ha dado, debemos evitar que el deseo de poseer más nos lleve a deshonrar Su nombre o perjudicar a otros.
La palabra «avaricia» (בֶּצַע, betsa‘) en hebreo se refiere al ansia de ganancias injustas o ilícitas. Este deseo desmedido de acumular riquezas a cualquier costo va en contra de la enseñanza bíblica de contentamiento y generosidad.
Dios nos llama a ser mayordomos fieles, reconociendo que todo lo que poseemos proviene de Él y debe ser usado para Su gloria y el bien de los demás.
Proverbios 28:25 nos recuerda: «El altivo de ánimo suscita contiendas; mas el que confía en Jehová prosperará.» La verdadera prosperidad no proviene de la acumulación egoísta, sino de la confianza en Dios y la fidelidad en la administración de lo que Él nos da.
La palabra «sangre» (דָּם, dām) habla del daño que la avaricia puede causar a otros. Cuando el deseo por más riqueza domina el corazón, las personas pueden ser llevadas a cometer injusticias e incluso violencia para obtener lo que desean.
Como ministros de Dios, debemos asegurarnos de que nuestras decisiones financieras y laborales no perjudiquen a los demás, recordando que el amor al prójimo es central en nuestra vida de fe. La riqueza que manejamos no es nuestra, sino del Señor, y debemos ser responsables en su uso.
Un ejemplo práctico de esto es cuando alguien en una posición de poder, ya sea en una empresa o en un negocio, aprovecha injustamente a sus empleados para maximizar las ganancias, descuidando su bienestar. Esta actitud refleja una forma moderna de «derramar sangre» y es una manifestación de la avaricia que Dios condena. En cambio, como siervos de Dios, debemos tratar a los demás con justicia, pagando lo justo y buscando el bienestar de aquellos a quienes servimos o empleamos.
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En resumen, este versículo nos enseña que la avaricia y el deseo desmedido por el dinero son condenados por Dios y llevan a consecuencias graves tanto para quienes la practican como para aquellos que son afectados por ella.
Como administradores de las riquezas del Señor, debemos manejar nuestras finanzas con justicia, integridad y generosidad, evitando que el amor al dinero nos lleve a cometer injusticias.
En nuestra vida diaria, podemos aplicar estos principios tomando decisiones financieras que honren a Dios, recordando siempre que Él es la fuente de todas las bendiciones y que nos llama a usar Sus bienes para bendecir a otros y glorificar Su nombre.
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