«Y oían también todas estas cosas los fariseos, que eran avaros, y se burlaban de Él.» Lucas 16:14.
Este versículo nos ofrece una enseñanza profunda sobre la naturaleza del corazón humano y nuestra relación con los bienes materiales.
La palabra «fariseos» proviene del griego Pharisaios (Φαρισαῖος), un grupo religioso conocido por su estricta observancia de la ley, pero también por su hipocresía y amor al dinero.
Los fariseos, a pesar de su aparente devoción religiosa, eran «avaros», del griego philargyros (φιλάργυρος), que significa «amantes del dinero».
Este término revela un apego desordenado a las riquezas, que distorsiona la verdadera mayordomía financiera que Dios espera de nosotros como sus siervos.
La avaricia, según este contexto, es más que un simple deseo de tener más; es una condición del corazón que nos lleva a poner nuestra confianza en las riquezas en lugar de en el Señor Jesucristo, donde Él como fuente de todas las riquezas, nos manda a ser administradores fieles y desinteresados, conscientes de que todas las riquezas que administramos proviene de Él.
En lugar de ser avaros, estamos llamados a utilizar los recursos del Señor para Su gloria, reconociendo que somos mayordomos y no dueños de lo que tenemos.
La reacción de los fariseos al mensaje de Cristo fue de burla, según el verbo griego ekmykterizo (ἐκμυκτηρίζω), que implica desprecio o rechazo con sarcasmo. Este rechazo no era solo hacia las palabras de Jesús, sino hacia la verdad que desafía la idolatría del dinero.
Como ministros del Evangelio, debemos estar alerta a cualquier forma de burla que pueda surgir cuando elegimos poner nuestra confianza en Dios en lugar de en las riquezas, sabiendo que nuestra lealtad no puede estar dividida.
El principio bíblico que emerge aquí es claro: el amor al dinero es incompatible con la verdadera devoción a Dios. Como administradores de los recursos que el Señor nos ha dado, debemos vivir según lo que se nos enseña en 1ª Timoteo 6:17, que nos instruye a no poner nuestra esperanza en las riquezas inciertas, sino en Dios, «que nos da todas las cosas en abundancia para que las disfrutemos».
Esto subraya que las riquezas, aunque temporales y peligrosas cuando se aman demasiado, son del Señor y están destinadas a ser utilizadas para Su gloria, no para nuestra autocomplacencia.
Un ejemplo práctico de este principio sería la decisión de no acumular dinero sin propósito, sino de usarlo para ayudar a los necesitados, apoyar la obra de Dios y vivir con generosidad.
Si tenemos en cuenta que las riquezas no son nuestras, sino del Señor, nuestra actitud hacia el dinero cambiará, y en lugar de ser avaros como los fariseos, seremos generosos, fieles y prudentes con lo que Dios nos ha confiado.
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En conclusión, al manejar nuestras finanzas con la conciencia de que todo pertenece al Señor, evitamos la trampa de la avaricia y el materialismo. Estos principios pueden aplicarse en nuestra vida diaria al recordar que somos esclavos del Señor, llamados a usar Sus bienes de manera que honren Su nombre y promuevan Su Reino en la tierra. Que cada decisión financiera que tomemos refleje nuestra fidelidad a Cristo, reconociendo siempre que Él es la fuente de todas nuestras bendiciones.
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