“No es que busque dádivas, sino que busco fruto que abunde en vuestra cuenta.” Filipenses 4:17 (RVR1960)
Este versículo es una poderosa declaración del apóstol Pablo, quien, bajo la inspiración del Espíritu Santo, revela un profundo principio de mayordomía financiera en el Reino de Dios.
A través de este pasaje, Pablo no solo expresa su gratitud por el apoyo recibido, sino que dirige la atención de los creyentes hacia una verdad más elevada: el deseo de que sus ofrendas produzcan fruto espiritual que beneficie su cuenta celestial.
Aquí, la exégesis del texto nos lleva a entender que la verdadera riqueza no se encuentra en las dádivas materiales, sino en los frutos espirituales que estas generan cuando se dan de manera generosa y con el corazón correcto.
Este principio subraya que, como siervos de Jesucristo, estamos llamados a administrar los recursos que Él, la fuente de todas las riquezas, nos ha confiado para el avance de Su Reino y para la edificación mutua dentro de Su cuerpo.
Al analizar las palabras clave en su idioma original, encontramos que el término «busque» (ζητῶ – zetó) en el griego indica un esfuerzo activo y diligente por obtener algo, lo que refleja la intencionalidad de Pablo en procurar no las dádivas, sino el “fruto” (καρπός – karpós), que se refiere no solo a la cosecha literal, sino también a los resultados espirituales y morales de las acciones.
Este fruto se vincula directamente con la idea de algo que “abunde” (πλεονάζω – pleonázō), lo cual implica una sobreabundancia o un incremento generoso que Dios otorga en respuesta a la fidelidad en la mayordomía.
Finalmente, el término “cuenta” (λόγος – lógos) es especialmente revelador, ya que no solo denota una cuenta financiera, sino también un registro o palabra que tiene peso y significado eterno en el contexto celestial. Aquí, el principio bíblico relevante es que nuestras acciones financieras tienen un impacto que trasciende lo temporal y se registra en la eternidad, manifestando nuestra fe y obediencia como administradores de los bienes del Señor.
Este principio es apoyado por otro versículo que refuerza la conexión entre el dar y el fruto espiritual: «Y el que da semilla al que siembra, y pan al que come, proveerá y multiplicará vuestra sementera, y aumentará los frutos de vuestra justicia» (2ª Corintios 9:10).
Ese pasaje destaca que el Señor Jesucristo no solo es la fuente de todas las riquezas, sino que, como ministros suyos, somos llamados a sembrar con la expectativa de que Dios multiplicará esos recursos para Su gloria y para nuestro crecimiento espiritual.
Un ejemplo práctico que ilustra este principio es el de un creyente que, al recibir un incremento en su salario, decide apartar una parte significativa para apoyar a un misionero o una obra de su congregación local, confiando en que su contribución no solo satisface necesidades inmediatas, sino que también acumula un tesoro espiritual en los cielos.
Ese acto de mayordomía fiel no se mide por la cantidad dada, sino por el fruto espiritual que abunda en la cuenta celestial del dador, demostrando que las verdaderas riquezas no son las que poseemos en esta tierra, sino las que se acumulan en el Reino de Dios.
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En resumen, este pasaje nos enseña que, como esclavos voluntarios de Cristo, debemos gestionar las finanzas que el Señor nos ha confiado de manera que produzcan frutos espirituales abundantes.
Al aplicar estos principios en nuestra vida diaria, podemos manejar nuestros recursos de una manera que no solo provea para las necesidades presentes, sino que también honre a Dios, asegurando que lo que abunde en nuestra cuenta sea el fruto de justicia y obediencia a Su llamado.
Recordemos siempre que todo lo que tenemos es del Señor, y nuestra responsabilidad es usarlo para Su gloria, confiando en que Él es quien multiplica y suple todas nuestras necesidades conforme a Sus riquezas en gloria.
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